Sunday, April 8, 2012

Ninguna Misericordia para los Perros Parte I

Escrito por Thomas Bartlett Whitaker

Esta historia originalmente apareció en Bay Area Butchers

La siguiente es una historia verídica….

Aproximadamente a 300 kilómetros al norte de la narco-Meca de Culiacán se tiende la porción de la Sierra Tarahumara conocida como Las Barrancas del Cobre.  El terreno es un encolerizado corte de cañones  de matiz ocre, algunos de ellos siendo significativamente más profundos que el Gran Cañón en Arizona. Siendo alguna vez una vasta fuente de riqueza de cobre, la tierra se ha revertido en un basurero árido, la hegemonía  del nuevamente triunfante sol.  Cualquier persona que sea tan tonta para adentrarse sin ser invitado, rápidamente aprende la regla del día: estiva o muérete.  Los únicos residentes de esta tierra son los Raramuri, o “las personas que corren”. En su lenguaje, la palabra que usan para cualquiera que no forma parte de las ocho tribus se traduce a una “persona con telaraña atravesando su cara”.  Ellos creen que el hombre tiene tres almas y la mujer cuatro, y que cuando uno de los suyos muere se convierten en estrellas en el cielo.  Cuentan una leyenda, tan antigua como cualquiera en una tierra embarazada con mitos antiguos, de los días oscuros en que los viejos dioses eran expulsados de Tenochtitlán por el Nazareno y sus caballos fabricados en metal por mano de hombre.  Después de andar vagando durante ocho años, su vuelo los llevó a las Barrancas del Cobre, en dónde le hicieron su ofrecimiento final a la Gran Madre Tierra: en vez de nutrir y cuidar la tierra en forma de espíritu, ellos se convertirían en seres humanos y la cuidarían con su sudor y sangre, hasta que la era terminara y la hora de correr llegara a su fin.  Eligieron caer, para trillar la tierra y convertirse en ella, y después ascender al cielo nuevamente cuando el tiempo de las pruebas terminara.  Para los Raramuri, la diferencia entre hombres y dioses es más pequeña que un grano de arena; más silencioso que un susurro.  Para los Raramuri, uno no puede realmente existir hasta que uno ha caído.

Esperé ver torres de vigilancia con gente armada. Perros aullando. Murallas imponentes de concreto estrechadas interminablemente hacia el horizonte, un testamento a todo lo que divide al ser humano de sí mismo.  Esperaba ver 1984.  Lo que me recibió fue un semáforo.  En teoría, el puente está compuesto por dos mitades.   Primero uno pasa por el punto de revisión Americana, en dónde un semáforo envejeciendo y ligeramente oxidado determina al azar cuáles carros serán revisados.  La luz roja indica que hay que contestar preguntas.  La verde, pásele Ud.  Rudy y yo habíamos estado observando el puente durante los últimos quince minutos desde la terraza de un apartamento de departamentos abandonado, y aún nos faltaba ver el parpadeo de la luz roja.  Hasta donde podíamos ver, los tres Oficiales del Patrullaje de Frontera que estaban a cargo del Puente Roma-Miguel Alemán estaban más preocupados por un profundo análisis del interior de sus sombreros vaqueros que con alguno o cualquiera de los vehículos en las líneas de salida.  Si yo hubiera estado un cuanto menos entumecido en ese tiempo, hubiera reconocido que Washington DC y su retórica se encontraban a un mundo de distancia, y que nada de lo que pasa entre los mundos sobrevive intacta a la transición.  Pero esa fue una lección para más adelante.

Podía notar que Rudy estaba nervioso.  Siempre locuaz, el compás como de una máquina ametralladora de su incesante parlotear había estado martillando dentro de mí por más de seis horas.  Seis horas y 37 minutos, desde que dejé mi Yukon en medio de los complejos de apartamentos con incidencia más alta de crimen en Houston, junto con el transmisor que el Departamento de Policía de Sugar Land había colocado debajo de la caja de fusibles.  Seis horas…me preguntaba sí ya se habían dado cuenta que me había fugado.  ¿Habían intentado llamar a mi celular?  ¿Había ella...? no.  Ese no era un camino por el  que me podía permitir andar. No en esa ocasión, ni muchos meses después.  El camino que tenía por delante era lo suficientemente difícil para contemplar, sin mirar por el espejo retrovisor.

Solo tendríamos una oportunidad para intentar cruzar el puente.  Siempre había sospechado que las segundas oportunidades solo se presentaban en las películas y en los sueños, y ahora sentía que ésta hipótesis era confirmada.  Mi tarjeta de identificación era buena, tan buena como pudiera ser.  La había estado usando para comprar cerveza desde que cumplí 18 años, y nunca me había fallado.  Aún después de que cumplí los 21, me la renovó el mismo tipo en la Pequeña Saigón, por si acaso.  Nunca esperé que “por si acaso” significaría…esto.

Al acercarnos al puente, Rudy mantuvo su compás, intentando perderse dentro de la mentira.  Lo envidié por eso.  La mentira se perdió dentro de mi persona hace tanto tiempo que éramos inseparables.

Luz verde.  Mientras pasábamos por el punto de revisión, noté una pared con fotografías laminadas, una larga cadena de fotografías de fichados.  La mía estaría allí pronto, lo sabía.  Me pregunté qué tanto tiempo pasaría antes de que Erinias [en la mitología griega significa La Furia] estaría buscándome, y sospeché que ya estaba corriendo en tiempo prestado.  Con los oficiales profundamente en sus siestas, no me imagino que realmente importaba en ese momento.

El punto de revisión Mexicano ni siquiera se molestó en poner un semáforo.  La entrada aduanal dentro de la República no es un puente, sino más bien una serie de edificios con tipos de cabinas de peaje extendiéndose por todas las carreteras principales a exactamente 22 kilómetros más allá del río, conocido en forma eufimística como “la veintidós”.  El trozo de tierra encajonado entre estas líneas de demarcación es la Zona del Comercio, la más pura expresión de gobierno laissez-faire que jamás haya visto.  No significa que las leyes estén en extinción.  Significa que ni siquiera evolucionaron.

Pasar la 22 podía ser problemático, y para eso, Rudy había pedido ayuda a su papá.  Rogelio Ramos Sr. era un jugador mediano en el Cartel del Golfo, exactamente el tipo de persona que sabe cómo evadir las aduanas.  En el viaje hacia la frontera, un significativo porcentaje de los contenidos de la diarrea verbal de Rudy consistió en historias acerca de su papá.  En vez de andar a caballo en los desfiles de las Fiestas Patrias en Cerralvo – como lo hacían los demás donadores narcos – crio y entrenó un toro.  Todos los amigos de su papá lo llamaban El Martillo.  Escuchar a su hijo contarlo, era como si su papá fuera un Alejandro Mexicano, el tipo de hombre que podía susurrar en una multitud y ser escuchado. “El hacerse llamar “El Martillo” tiende a  tener ese efecto”, recuerdo haber dicho en esa ocasión. Rudy me vio de reojo durante un momento, antes de responder que no debía bromear sobre cosas como esa hasta que supiera por qué le dieron ese sobrenombre.  Touché.  Cerré mi boca.

Por lo que yo podía ver, los zetas controlaban casi totalmente Miguel Alemán, siendo ellos, en ese tiempo, los responsables de hacer cumplir y asesinar.  A fines de los 90s, Osiel Cárdenas Guillén reclutó miembros elite del Grupo Aeronáutico de Fuerzas Especiales (GAFES) para que sirvieran como su ejercito privado de sicarios.  Entrenados por la Fuerza Delta en el Fuerte Bragg, estos desertores trajeron consigo verdadero armamento, armas de espectro milimétrico incluyendo misiles anti-tanques y helicópteros de ataque, y una ética de trabajo sociópata.  No mucho tiempo después de que pasé por el pueblo, el nuevo alcalde de Nuevo Laredo se paró con confianza en los escalones del Ayuntamiento y declaró que él no estaba comprometido a nadie.  Seis horas después, la tierra vampira chupó su sangre en vías de cuajarse.  Treinta balas pueden hacerte eso, la interpretación moderna de la negociación de Judas.

Al poco tiempo de haber cruzado el puente, Rudy se paró  frente de un edificio de bloque, el cuál parecía ser una taquería.  Me señaló que esperara mientras que él entraba.  Salí del carro y me coloqué en un lugar donde podía divisar toda la calle.  Podía sentir el Halo Micro-tec  adherido con velcro a la parte interior de mi muñeca izquierda, y me preguntaba si tendría suficiente tiempo para disparar por lo menos una vez antes que me alcanzara la bala.  Un perro esquelético gris con café, al que se le notaban las costillas olfateó el aire en dirección mía antes de cambiar de opinión y trotar calle abajo.  Parecía que había más perros que gente en Miguel Alemán.  Si mis dos años en México me enseñaron algo, fue qué tan correcto fue en realidad mi asesoramiento.

En vez de una descarga de fusilería, Rudy regresó con dos órdenes de tacos, dos refrescos Joya en botella de vidrio, y un teléfono celular pre-pagado.  Él se había puesto de acuerdo en reunirse con su papá en el pueblo este día, pero El Martillo había sobrevivido en aguas muy profundas por nunca estar en el lugar donde lo pudieran encontrar.  Haciendo reverencias a las fuerzas de cliché, debíamos encontrarnos en la cantina en la colonia El Jardín.  El lugar era difícil de encontrar, mayormente debido a que tengo closets que son más grandes que este establecimiento.  Una tumba hubiera tenido más vida.  El cantinero ni siquiera levantó la mirada para vernos cuando entramos.  Mientras que Rudy intentó localizar a su papá en el celular, yo hice el intento de leer los diversos letreros deslavados en la pared.  El único que mi pobre español pudo descifrar fue el que era obvio, relacionado con no fumar.  Casualmente volteé hacia mis pies.  El piso parecía un cenicero.  Después de 15 minutos, Papá Ramos cambió el lugar de reunión.  Dejé mis lentes para el sol sobre mi banco cuando nos fuimos, y después me hice como que recordé dejarlos y corrí hacia el bar.  El cantinero estaba hablando rápido en un celular, apuntando hacia la puerta que acabábamos de atravesar.  Sonrió cuando me vio observándolo.  Tenía tantos dientes como clientes.

Ahora que estaba al tanto, me adapté.  En el transcurso de la mañana, fuimos dirigidos por las orillas de Miguel Alemán hasta que finalmente se nos ordenó pararnos en una tienda pequeña de ropa vaquera en las afueras del pueblo.  A lo largo de una pared se encontraban muchos sombreros vaqueros, en todos los estilos y materiales.  A lo largo de la otra se encontraban montones de botas, algunas parecían estar hechas a mano.  En la parte de atrás de esta sección se encontraba un pequeño hombre, descansando y tan discreto que no lo noté hasta que ladeó su sombrero ligeramente hacia la derecha, observándonos con intensidad.  Sus ojos eran telescópicos, penetrándonos.  Rudy aún no lo había notado, pero sabía, en menos de dos segundos de contacto con sus ojos, que no se nos indicaría ir a otro lugar.  Papá Ramos, El Martillo, era un hombre chaparro con orejas grandes y sobresalientes, y con  una vestimenta simple y funcional.  Sus botas eran resistentes,  pero no caras, y su reloj era simple y de plástico el cuál probablemente le costó 1/300ava parte de lo que me costó mi Rolex.  No parecía la gran cosa, mucho menos un narcotraficante profesional.  Tal vez un comerciante pobre, o un agricultor.  Ese fue el primer presentimiento que tuve de qué tan peligroso era en realidad.  La primera cosa que la mayoría de los narcotraficantes hacen después de dar un gran golpe es salir y comprar montañas de cosas ostentosas, todas diseñadas para gritar “¡Véanme!”  Este hombre valía millones, pero parecía como si la única línea con la que coqueteaba era con la línea de pobreza.  Un hombre sin la mínima insinuación de orgullo es alguien a quién se debe temer.

El padre e hijo se abrazaron, e inmediatamente se adentraron en una rápida conversación.  Aunque había comprado un diccionario Inglés/Español la semana anterior y había pasado los últimos siete días memorizando el vocabulario, entendí precisamente nada de lo que estaban diciendo.  Todo el tiempo, El Martillo mantuvo sus ojos fijos en mí, ni siquiera parpadeando.  Regresé el favor, pero empecé a sentir esta rara impresión de que no estaba viendo todo lo que había dentro de él; que la mayor parte de él estaba enroscada dentro de otra dimensión, no vista, pero muy sentida.  Esa fue mi primera verdadera impresión de él, y fue una que se repetiría muchas veces en los próximos dos años.  Para cuando terminó la negociación entre los dos, compré un sombrero vaquero de paja, y Papá Ramos me había comprado a mí.  Ninguno de los dos parecíamos muy contentos con el trato.

Para ser continuado…..







© Copyright 2012 por Thomas Bartlett Whitaker.
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